Así también el tono asalmonado de sus mejillas fue tornándose más y más rojo; suerte de guindas que adornaban el alborozo que algunas veces da de beber la venganza.
Sube con cuidado la cúpula, casi en cuclillas, pero una de las láminas de vidrio se rinde ante su peso y lanza al muchacho diez metros para abajo. Un estallido de huesos, sesos y órganos resquebrajan las baldosas.
Voltea enseguida y ve una mancha a un costado del cesto de la basura. Curiosa por saber de qué se trata, se acerca, y lo ve. Se ven. Un mus musculus marrón, pequeño. Un homo sapiens gris, mediano.
De la boca de su madre ya no salían verbos, adjetivos letales. Estaba callada, con la pericia que tienen quienes saben que lo único que les queda por hacer es esperar y ver el mundo arder.
Sin títulos universitarios ni cargos laborales de importancia, llenaban la despensa gracias a un único atributo: su boyante cabellera. Una melena fulgurante, negra, lacia, que desprendía una fragancia aromática, similar a la del fruto de la vainilla.
Yo no podía imaginar cómo esa devaluación podía afectar la autoestima del un muerto. Creo que en mi cabeza eso era tan bajo como pisotearle la barriga a uno de los difuntos más famosos del lugar.