Adam and Eve by Arthur Dial
Adam and Eve de Arthur Dial / Irina López

NUDOS

El día que me puse roja

     Una especie de moco color marrón, casi terracota, se había unido a mi pantaleta de algodón.  Mis ojos atónitos no dejaban de inspeccionar la pequeña secreción viscosa.  «Pero ¡¿cómo?!, si yo no me siento en el retrete de ningún baño público.  ¡¿Por qué?!, si yo siempre he hecho lo que mi mamá me dijo que hiciera: ‘¡¿Quieres prestarme atención que no voy a durarte toda la vida?!…  Mira bien, porque no pienso repetirlo.  Estira los brazos y alinea las palmas de las manos así, sobre el asiento de la poceta.  Luego pon los pies de este modo, un poco separados, de puntillas, y haces como si te fueras a sentar, pero ¡sin hacerlo!, mira que yo no voy a pasar lo que me queda de vida llevándote al médico.

     ¿Me prestaste atención?

     Bueno, así es que se orina fuera de casa, sin que la toti o el toto toquen algo».

    ¿Cómo se lo decía?…

    Sabía que me convenía ser prudente y estratega.  La verdad, siempre lo he sabido, pero esta voluntariedad tarada, la misma que desde preescolar me impulsó a jugármelo todo colocando un taco de más sobre el milagro de la gran torre de cubos de madera, volvió a mal convencerme.

     Deseaba salir rápido de la mala noticia, así que abrí con urgencia la puerta del baño y me alejé aceleradamente.  Mientras más raudos fueran mis pies, más pronto dejaría de ser futuro y comenzaría a ser presente, puede que ayer.

     «Mamá tengo una infección en la orina», le dije valerosa, imperturbable, con mi pose de defensora de las descendientes con gérmenes patógenos en las vías urinarias.   «¡Ya está!  Qué crea de mí lo que le venga en gana.  Total, igual va a hacerlo.  Tengo catorce años, y según ella, estoy en la etapa de ‘culpable hasta que la condena de la reproducción de la especie le haga pagar todas sus granujadas’.  Así que aquí lo prioritario es que me ayude», me dije sin importarme las consecuencias.

     Pero cuando mis ojos, igualitos a los de ella, se cruzaron accidentalmente con los suyos…

     «¡Yo te juro que yo no me he sentado en la poceta de ningún baño público, ni he utilizado el mismo trozo de papel con el que me limpio atrás para limpiarme adelante!  Además, uso la ducha al lado del inodoro cada vez que…»

     Sin mucha urgencia cerró la revista Ideas, probablemente en una página que la instaba a crear flores artificiales o muñecos de cerámicas; cursilerías que en esa época se transmitían al hacer contacto con cualquier vecina de los Valles del Tuy; e inexpresiva se levantó del sofá.  Entró al baño sin pronunciar palabra; le dio un vistazo a la pantaleta, que yo avergonzada había dejado en el piso para ser juzgada, y salió tan callada como entró.

     «Mmmj, no habla.  Esto no pinta bien…  De pronto estoy viviendo otro momento trascendental en mi vida, de esos que inician metamorfosis en el temple; como la vez que Alarico y los otros bárbaros que estudiaban conmigo en el tercer grado le sacaron la punta a un lápiz para dejarme este lunar de grafito en la frente.

     Ah, tengo miedo.  ¿Cuántas inyecciones habrá en mi futuro?  Ni modo, me tocará negociar apenas llegue al hospital, endulzar a la enfermera y convencerla de darme esos antibióticos en pastillas o en gotas. De lo contrario, rezar para que esa mano tenga falanges en vez de plomo».

     Dirigiéndose al punto de la sala donde permanecía petrificada, se detuvo ante mí, y así nomás, mirándome a la cara me dijo: «Acabas de desarrollarte.  Te vino el período».

    «¡¿Qué?!  ¿Perío…?  ¡Pero si eso no es rojo!  ¿Cómo va a ser eso el período si la regla es sangre y la sangre es roja?

    ¡¿Qué clase de estafa es esta mamá?!».

    Sentada sobre la taza del retrete, con una nueva pantaleta de algodón en mis tobillos y una indignación que no cabía en la caja de veinte por veinte centímetros que estaba sosteniendo, veía los planos y leía las instrucciones de mi primer paquete de toallas sanitarias:


      «Hale la pestaña. Flecha. Desempaque.  Flecha.  Pegue la toalla.  Flecha al sur, flecha al norte.  Despegue las alas.  Flechas a los costados.  Doble y pegue las alas a su ropa interior.  Deseche el empaque.  Dibujo de un cesto de basura.  Una gran equis sobre el símbolo del inodoro».

     Esperando no haber omitido ningún segmento del croquis que diseñó la señora Always, me subí la pantaleta.  Di tres pasos, me puse el short y me detuve a revisarme en el espejo:  «¿Lo habré hecho bien?, y si no lo hice ¿cuánto tiempo tardaré en darme cuenta?  Esto, la verdad, se siente como una colchoneta…  ¿Hay una técnica para caminar con esta cosa puesta?  ¿La gente notará que llevo una?…  ¿Me veré distinta? No sé, ¿más madura?…  Ya va, ¿esta es una buena marca?  ¿Cómo sé si unas toallas baratas o caras acaban de separarme de mi infancia?…  Hmmm, mañana cuando le cuente a mis amigas en el liceo, no puedo cometer el error de dar el nombre del producto.

     ‘Debo evitar chequearme en público’.  Tiene sentido.  Pero entonces ¿cómo sé si estoy manchada?: ¿pregunto, me toca ir cada rato al baño, o debo desarrollar facultades proféticas?

       ¡Aj!, vamos, cinco pasos más…

      Esto tiene que ser un chiste.  ¿El uso mensual de mini pañales es lo que me convierte en mujer?».

     Luego de salir de mi búnker, de ese santuario que me protegió por varios minutos de la reacción del mundo exterior, de abrir la puerta del baño; en el momento preciso en el que caminaba como si hubiese cabalgado una manada de elefantes en Chiang Mai, vi el pomo de la puerta principal girar.
«¿Por qué vida?  ¿Por qué me haces esto?».

      Mi mirada de socorro salió corriendo a encontrarse con la de mi madre, quien la acogió con semblante travieso, al tiempo que se levantaba del sofá para recibir a su esposo.

      Beso leve en la boca, abrazo…

      «No, mamá.  Por favor, así no, que no es gracioso», suplicaba telepáticamente.

      Párpado y pestañas sobre el globo ocular.  La condena arribó en forma de picada de ojo:

     – Carlos, ¿a qué no adivinas?  Tenemos a una señorita en la casa.

     – ¡Eso! –respondió él exagerando y alargando la pronunciación en la irritante o–.  ¡Felicidades!

     Un ardor en mi cara, cuello y pecho comenzó a abrasarme.

     «Pero ¿por qué te da pena si eso es lo más natural del mundo?».

     Risas y un par de dedos señalándome.

     Con mis mejillas sonrojadas, con mi útero secretando por primera vez el fluido menstrual, y mi vulva, sin saberlo, sin revisarla, ensangrentada, descubrí a mis 14 años lo que era ponerme verdaderamente roja.