IRINA LÓPEZ
Dos años tenía huyendo la familia Villavicencio desde que la guerrilla interceptó el autobús escolar de su hijo de siete años y les dejó saber que eran un objetivo militar. Su hacienda estaba en el nuevo lote de tierras que las Farc había reclamado como propias. No pudieron regresar a ella, tampoco a su otra casa. El niño salió ileso gracias a la presencia de un convoy militar que estaba circulando cerca. La suerte, esa que no solía tocar dos veces a quienes no se doblegaban, les hizo saber que había jugado su único billete en ellos.
El padre vendió las acciones de su compañía, la madre lanzó a la basura la maqueta del nuevo edificio que había diseñado para una de las zonas más lujosas del Valle de Aburrá. Fue así como una noche llegaron a Dallas con seis maletas y el hijo llorando, viendo como un inspector de inmigración cambiaba con un utensilio de caucho su estatus de ciudadanos colombianos a extranjeros. La tinta roja que coloreaba el sello de los refugiados.
Ya no eran turistas tomándose fotos con las gárgolas de Notre Dame, dos enamorados en su luna de miel descascarillando las cúpulas encebolladas de Moscú, o dos sibaritas catando aceitunas en el Mercado de las Especias de Estambul; ahora él cortaba maleza en las autopistas y ella limpiaba casas.
A sus 45 años les tocó sacar a su hijo adelante en un paisaje desconocido. El cambio del peso colombiano al dólar hizo que décadas de trabajo se redujeran a un auto usado, a un apartamento alquilado y a la matrícula escolar del pequeño. El inglés también fraguó en su contra. Los parallel verbs, las noun clauses a esa edad, por mucho Inglés Sin Barreras, ya no entraban en la cabeza. Era hora de seguir extendiendo los sacrificios: ella acudiría a un college para estudiar el nuevo idioma como correspondía, sin importar que él los fines de semana tuviese que trabajar en la cocina de un hotel.
Los Villavicencio eran una familia unida que se sentaba todas las noches sobre muebles recogidos de la calle con la distinción de su antigua vida. Se le iban las únicas tres o cuatro horas de reencuentro familiar revisando las calificaciones del niño, escuchando buena música, platicando sobre tecnología, historia, literatura, o revelándose las rutinas; así los sorprendió el tiempo cuando un día desprendieron la última página del almanaque y vieron que anunciaba la llegada de «Enero. 2007».
Seis años habían cumplido en Texas, 2 190 días en los que ella ya no se quejaba del sabor del tinto de las mañanas, él del trabajo, y su hijo, el más juicioso de los adolescentes, relegaba el consumismo propio de su edad para olvidarse del Wii que presumían todos sus amigos y conformarse con un viejo videojuego comprado en una venta de garaje.
Un día ella salió como todas las mañanas a clases. Arrastraba su wheeled backpack por el estacionamiento del colegio, cuando alguien que aprendía a manejar colisionó una Toyota Tundra contra su pequeña humanidad. Sin dos uñas y con una seria contusión en la cabeza, se levantó como pudo; llamó al 911. La ambulancia declinó trasladarla porque no tenía los 500 dólares que costaba el servicio. Una compañera de estudios la llevó a la sala de emergencias del hospital más cercano. Tres horas después el esposo hundía sus manos callosas entre sus canas, mientras ella, con un edema cerebral del tamaño de un puño soñaba con las flores de loto que flotaban en forma de alumbrado navideño sobre el río Medellín.
No tenían seguros, Medicare, y la persona que la atropelló era la esposa de un cónsul africano que llegó con un tren de sacos, corbatas, maletines que le extendían a la policía las tarjetas que llevaban impresas el número de una sede diplomática y el de un prestigioso bufete de abogados.
Diez meses han pasado, en ellos ella ha mostrado una recuperación asombrosa; muchos la consideran un milagro, si no fuera por el endemoniado ruido en el oído que se resiste a dejar de ser su intérprete, y la pérdida momentánea de la memoria que la deja en su mundo, sin compañía. La persona que iba tras el volante no ha puesto ni un centavo, el representante legal de ella sabe que es una inmigrante pobre, así que ni se ocupa del caso, y los médicos, todos hispanos, no quieren atenderla porque estiman que se trata de otra farsante intentando hacerse rica por medios inescrupulosos.
La vida continúa en el modesto apartamento de los Villavicencio: él con sus ochenta horas laborales a la semana, el hijo con altas posibilidades de obtener una beca que lo ayude a entrar a una buena universidad, y ella tras un colador de café, entre humaredas de heridas difíciles de cicatrizar.