Girasoles en la Feria de Minnesota

Girasoles en la Feria de Minnesota/ Irina López

CUENTOS

Crisantemos plásticos y amarillos

      Recuerdo que de niña me daba pavor pisar las lápidas en los cementerios. Pensaba que el peso, ruido, quizás el temblor de mis pasos podían despertar a los muertos, y nadie que viese interrumpido su sueño podía levantarse de buen humor. La sola idea de una mano podrida e iracunda saliendo de la tierra para halar mis tobillos y darme un buen escarmiento, avivaba un amasijo de temores infantiles retorcidos.

      Mi mamá casi nunca podía con el dolor de la pérdida ajena —que siempre sentía como suya—, menos con mi monomanía de ser cargada en los entierros. Eso me quedaba bien a los 4 años, pero a los 10 era una «solemne ridiculez», decía al tiempo que me preguntaba con ojos lacrimosos el porqué le hacía eso durante sus momentos de gran tristeza. Yo bajaba la cabeza apenada e intentaba explicarle que lo que menos quería era causarle otro pesar, pero que tampoco quería ocasionárselo a un cadáver perturbando su reposo; que el resto de lo que fue una mano emergería de la tierra, sujetaría mis piernas arrastrándome consigo seis metros para abajo, y la progresión de cosas espantosas que les pasaban a los vivos cuando disgustaban a los muertos. Pero ella nada, como si no me escuchara, cuestionando si no me daba vergüenza tullirles los brazos a mis pobres tíos solo para satisfacer los caprichos de una tarajalla de 10 años.

      Luego de ese sentimiento de culpa precoz e inculcado, no me quedaba otra que resignarme y sostener el ramo de crisantemos amarillos envueltos en papel periódico que siempre compraba mi abuela; porque a los muertos había que llevarles flores de muertos. Eso de las orquídeas, aves del paraíso y calas eran echarle en cara la vida a quienes la perdieron; una falta de respeto. Así que mi nueva estrategia consistía en saltar, saltar mucho alrededor de las tumbas, pero sin llegar a tocar una de ellas. Esfuerzo que no importunaba a ningún difunto, pero que dejaba en el trayecto un mapa de pétalos rubios y delgados regados por doquier. Pompones raquíticos que pendían de tallos largos frente a la incrédula mirada de mi abuela.

       Al fin escapaba airosa de los muertos, solo que ahora tenía que vérmelas con los vivos. Pero el intrincado y meticuloso proceso de evasión de camas del más allá acaparaba tanto mi atención que terminé desarrollando inmunidad a las nalgadas y pellizcos.

       La técnica era más o menos la siguiente: si los sepulcros estaban recubiertos en su totalidad con mármol o cemento, la tarea se tornaba mucho más fácil, porque podía verlos y esquivarlos, pero si se trataba de cementerios de césped, los sin trazos, donde los rectángulos estaban abiertos a la interpretación, debía hacer uso de todas mis habilidades matemáticas, físicas y espaciales.

       Primero me tocaba leer las inscripciones de las lápidas para saber si se trataba de un niño o adulto; después calcular el tamaño promedio del cuerpo e imaginar los cuatro ángulos rectos. Pasar de puntillas por los costados, porque el objetivo era no pisarle la cabeza, tronco o extremidades a uno de esos sujetos; la rabia producto del golpe podría ser descomunal. Luego —esta era la parte más ingrata—, dar el brinco hacia una de las esquinas del rectángulo imaginario de arriba sin caer sobre él. Sin duda era un desafío para una niña como yo, por el uso de las faldas y vestidos. Los varones, si su condicionamiento a la minihombría les hubiese permitido admitir que tenían tanto miedo como yo, que con cada crujir de una rama o paseo matinal de una lagartija volteaban agitados, moviendo sus pupilas como pelotas de ping pong; podían abrir sus piernas libremente alcanzando distancias inimaginables, sin que a escondidas sus madres los arrastraran por las orejas en pleno entierro por estar enseñando las pantaletas.

       Lo peor de mi temor infantil no era la fatiga que representaba no encarar mi fobia, estar una hora parada sin poder moverme, ver la grúa deslizar el sarcófago y a los sepultureros poner capas de tierra y de cemento; escuchar al cura pedir a Dios paz para esos restos, o ver cómo decenas de flores aterrizaban sobre una tapa de madera, dejando aquel agujero marrón como un estallido multicolor. Lo malo de mi  desasosiego eran los calambres en mis piernas que causaban la inamovilidad, el terror de que Don Cristóbal Gallardo, 1850-1920, descubriera que fui yo quien aplastó su dedo gordo accidentalmente; que después de toda esa función de geometría avanzada, gimnasia olímpica, me fuera imposible salir corriendo si un cadáver furibundo me encarara. Ser juzgada y castigada por la jauría de residentes unidos; colectivo de esqueletos que  vengaría el dedo de Don Cristóbal, seguramente presidente de esa junta vecinal.

       Siempre salía de ese malévolo lugar arrastrando los pies, dándole chance a la sangre para que volviera a circular con normalidad, y a los músculos para que recobraran su movilidad. Me iba adolorida pero aliviada. Quería jugar, llegar a mi casa, ir directo al parque que estaba cerca, y mecerme durísimo en los columpios para estrellar mi sonrisa contra el viento. Era mi fiesta postfuneral personal, hasta que en una de esas tardes grises en las que las lluvias arrastran a otras tierras la compasión, mi abuela, malaconsejada por el duelo, le dio por llevarle flores a sus difuntos cada domingo; para que estos se sintieran menos solos, para mantenerlos presentes.

       Ese día no hubo columpio que me meciera hasta la cumbre, de donde yo creía que era el aire, solo pude tirarme sobre mi cama a llorar. «¡No quiero ir! ¡No quiero ir! ¿Por qué me obligan si saben que me da miedo?», decía desconsolada sobre sábanas de Mi vecino Totoro, bocabajo, con mi brazo de niña doblado debajo de mis ojos mojados, con mi puño cerrado propinándole tundas al pobre susuwatari estampado que tenía más cerca.

       «¡Malagradecida! ¡¿No quieres visitar a tu tía Maruja?! ¡¿A tu abuelito?! Tanto que te querían tu tía Maruja y tu abuelito», replicaba mi madre profundamente decepcionada, al tiempo que contemplaba los retratos que reconstruían la memoria de mi tía y abuelo.

       Desde entonces se volvió una tradición ir cada domingo a las once de la mañana a limpiarles las sepulturas y colocarles flores, a ellos, luego a otros familiares, a los familiares de los familiares, a algunos amigos de los familiares, y a vecinos. Gente que comencé a conocer a través de puros epitafios.

       Mi abuela, con un corazón grande que se ensanchaba aún más en ese camposanto, pero de monedero enano y blindado, suplantó más pronto que tarde los vibrantes crisantemos amarillos por unos de plástico. Y como mi única misión era la de ayudante de condoliente; me exigía en cada visita que sujetara las flores falsas mientras ella pedía prestada una manguera, convirtiendo a esa tumba en una batea para sacarle a juro la mugre al tributo floral no biodegradable.

       Yo no podía imaginar cómo esa devaluación podía afectar la autoestima de un muerto. Creo que en mi cabeza eso era tan bajo como pisotearle la barriga a uno de los difuntos más famosos del lugar, a los señores de los libros: a un condecorado Carlos Meyer Baldó, al talentoso Rómulo Gallegos, la extraordinaria Teresa de la Parra, o la «ocupada» María Francia; despertarse por la falta de aire producto de un pisotón y encima verse honrados con coronas sintéticas.

       Después de muchos años logré superar la desconfianza que me generaban los cementerios. Mi psicóloga alegaba que era un rechazo inconsciente a la inevitabilidad de la muerte; mi esposo creía que era una aversión alimentada por supersticiones o películas de terror; mi mamá, «una cosa de muchachos»; mi papá: «Ya, déjenla quieta». Durante los réquiems no faltaba un primo que todavía me dijera al oído: «Amanda, le estás echando a perder el peinado a Miguelina González. 1943-1996». Chistes que de adulta surgieron entorno a la locura de mi antigua rayuela imaginaria para no pisar cuerpos enterrados. Burlas que nos sacaban carcajadas en los momentos menos adecuados. Sin embargo, la presencia de flores de plástico en la última morada de un ser querido, siguió arrugándome el ánimo.

       Hoy es 10 de junio, las frazadas de tierra oscura y de cemento comienzan a acoplarse. Apenas han pasado dos semanas desde que aquel carro con sus faros apagados no me vio. Mi abuela, mucho más anciana, con sus piernas temblorosas, pies a rastras, todavía tiene el gesto hermoso de traerme flores rubias y naturales. No sabe cuánto se lo agradezco, pero si también supiera que ella es la única razón por la que me mantengo despierta. Si tan solo dejara cada domingo a las once de la mañana de hincarme su bastón.