escultura dancer with necklace Ernst Ludwig Kirchner
Dancer with Necklace, obra de Ernst Ludwig Kirchner / Irina López

Cómo lo quieras

Típicos incidentes

                                                                               Por Irina López y Carolina Sandoval

Un trocito de papel

       «En nuestro primer año de matrimonio éramos lo más parecido a la pareja perfecta. Todo se reducía a hacer cada labor en conjunto, desde lavar, secar los platos, hasta practicar diez versiones distintas del trapecio. Ya saben, esa eterna luna de miel de los  primeros 365 días de unión conyugal.

      Recuerdo una noche en especial. Planeamos una velada de lo más romántica: cena a la luz de las velas, una buena botella de vino, velas, lencería negra, transparente, y aquel apetecible bóxer que nada más de imaginarlo me hacía perder el juicio”, advierte Pilar visiblemente emocionada.

      «Fabián llegó del trabajo a la hora prevista y apenas pasó la llave por la cerradura de la puerta –prosigue–, noté que en su semblante no se divisaba la palabra tregua. Tiró el saco, la camisa, la corbata, se abalanzó sobre mí hasta lanzarme sobre la cama. No le importó que la comida se enfriara, que el vino se calentara, que una vela se cayera e incendiara la casa. Me tomó, desnudó, dejando claro lo poco o nada que le gustaba el protocolo. Fueron tantos los besos que me quedé prendada como una fiera a su torso. 

       Llevado por esa suprema euforia, me detuvo y propuso celebrar todo aquello con una nueva postura. Encantada me incorporé a la aventura, solo que no entendí bien las instrucciones y perdida fue a parar donde no era. Él sonrió paciente, sugiriéndome que para lograr nuestro propósito debía colocarme enfrente. Pícara le devolví la sonrisa, pero preferí tomarme mi tiempo para extasiarme con la vista de su cuerpo sostenido de rodillas.  

      Me detuve a contemplarlo, a hacer un vasto trabajo de campo, divisando los cuadros de su abdomen, demorándome en su asta erguida, rosada, recorriendo visualmente los vellos de sus piernas, sus mulos, para estacionar mis pupilas en sus nalgas, en aquellas lindas, circulares… ¡Ya va!…  ¿Qué hay en esas nalgas? 

      —¿Qué es eso que se te ve allí, amor mío? —pregunté desconcertada. 

      — ¿Dónde mi vida?

      — Allí —apunté con mi dedo hasta percatarme—. ¿Tienes papel toilet? ¡Qué asssssssssscccoooo, tienes papel toilet! ¡No me toques! ¡No me toques! ¡Tienes papel toilet!

      Fabián saltó como una liebre de la cama, mientras yo intentaba controlar sin mucho éxito mi risa frenética. Me preguntaba exactamente qué era lo que había visto.

       No me creía.

       Completamente convencido de que le estaba echando una vaina, fue enseguida al baño y se detuvo frente al espejo. Cinco minutos le bastaron para salir más rojo que langosta hervida. La velada había sido asesinada por un rollo de dobles hojas y extra suavidad comprado en Macro, pero mi chistes de ‘ven para revisarte, no vaya a ser que vengas premiado’, ‘A ver si te instalamos una ducha de mano al lado del inodoro’, o el ‘Gracias a Dios que no era Cruz Blanca’, sobrevivieron y persiguen a mi pobre esposo pasados cuatro años, en nuestra alcoba, sala, baño, cocina, e inclusive, en nuestras noches de aniversario», puntualiza Pilar riéndose a carcajadas.

 

Burbujas

      Perfectamente maquillada, arreglada y oliendo a ese perfume Michael Kors que le había robado a su hermana, Tatiana estaba más que lista para ver a Manuel. 

       El burdeos y el negro fueron la elección para la noche, y no era para menos, saldría con Manuel, con el suculento papacito de Manuel, su excompañero de clases que se había ido a hacer una maestría a Londres y que para su felicidad carnal estaba de vuelta por estas tierras.

      Insuperable llegó a las veintitrés exactas, le abrió la puerta del auto y le dio un  beso en la mejilla. Ella recibió correcta la educada muestra de afecto y camino a la discoteca fueron el arquetipo de la protagonista de la telenovela mexicana (más pura imposible) y del lord inglés (so gentleman). Lamentablemente toda aquella parafernalia de honrosas costumbres se desplomaron con el primer «Rompe, rompe, rompe» de Daddy Yankee, la subsiguiente meneadera, recostadera, cornetazos, besos y el definitivo: «¡Móntate en el carro, qué nos vamos ya para un hotel!».

       Fue así como la ya no muy dama y el lejano sucesor del Palacio de Buckingham fueron a parar a la Panamericana. Sin tantas vueltas, al hotel La Orquídea. Ella, llena de huellas dactilares, pero con la frente en alto, solicitó que la habitación tuviese una cama king. Él, empatucado de lápiz labial, que no le faltara jacuzzi. 

       Desnudos en el cuarto, Tatiana no podía esperar el momento en que aquel monumento desnudo, batea por abdomen, manubrio por espalda, piernas de centrocampista y mástil de muchacho que no iba para colegio, sino que había sido becado por la directiva de Fundayacucho, la hiciera papillas; motivo por el cual Manuel no había terminado de decir: «Metámonos en el jacuzzi», cuando ella ya reposaba en el mismo cual sirena a las orillas del Mar Báltico. 

       El agua comenzaba a salir a flote y el galán en cuestión estaba a punto de sumergir su pie, cuando Tatiana, quizás por esa mezcla de emoción, ansiedad, sintió que todos los pescados que había cenado en el chirashizushi comenzaron a clamar libertad, y pese al esfuerzo por mantenerlos bajo jurisdicción, uno de ellos se le zafó. 

       Manuel con su miembro apuntando a su Pisínoe, fue detenido bruscamente por un extraño olor. Bajó disimuladamente la mirada y vio como unas burbujas rodeaban a su bombón. Ella ruborizada no tuvo otro recurso que poner la cara más dura que la tabla de la puerta y preguntar extrañada qué pasaba. Él, que era cualquier cosa menos idiota le respondió que si no olía. Tatiana, alzando su naricita puntiaguda y expandiendo grácil sus fosas nasales, olfateó, y aferrada a su canto de cortesana salada, contestó que no.

       La insigne, femenina, coqueta Tati, había tenido como cualquier ser humano un contratiempo con su colon, lo único es que este se le puso expresivo en el momento menos apropiado, lanzando una de esas plumitas que le sacan pompas al agua y que al pararse, dejan la estela. 

       Manuel, cegado por la obsesión masculina de hacerse con ese botín a toda costa, inhaló profundo, contuvo la respiración y retomó la lucha. 

       Luego de aquella noche él nunca más la llamó, y desde ese penoso episodio ella aprendió que en su bolso no deben faltar las llaves, el teléfono, su identificación, un labial, preservativos, antiácidos  y por si acaso, tres varas de incienso.

Columna Como lo quieras, publicada en la revista Urbe Bikini en agosto de 2006.